Os voy a confesar algo muy personal. Cuando se anunció la temática de la primera serie de Netflix producida en España, se me apretó mucho el estómago. Como actor español, siento mucho respeto por las compañías implicadas en el proyecto, y tengo algún que otro conocido trabajando ahí. Como cualquier nuevo proyecto de ficción en España, me pareció una buena noticia, una oportunidad.
Pero se me apretó el estómago, porque la historia que eligió la productora Bambú para su serie no es cualquier historia: es la historia de mi madre, es la historia de mi familia.
Y es que mi madre fue una chica del cable, mi padre fue un chico del cable, y gracias a la Telefónica nacimos, crecimos, nos vestimos y comimos mi hermano y yo.
Sólo hay una diferencia: mi madre fue telefonista en los 60 y no en los años 30, pero claro, con la Guerra Civil y la dictadura posterior, el relato que me hacía ella de cómo las mujeres fueron recuperando espacio profesional en los 60 es lamentablemente parecido al de los años 30.
La generación de Amparín, mi madre, tuvo que hacerlo todo por primera vez de nuevo. Fueron, de nuevo, las primeras trabajadoras especializadas, con posibilidades de ascenso, de responsabilidad, de formación, y muy importante, de movilidad.
Entended entonces que mi aproximación a esta producción de Netflix fuera cautelosa. Mi madre era una mujer muy discreta, muy mallorquina, no le gustaba hablar de ella misma. Pero las pocas veces que la vi rememorar su época de "chica del cable", las anécdotas y las amistades que nacieron de esa centralita me hacen entender que la productora decidiera utilizar esta marco. Las historias son infinitas, están llenas de coraje, de valentía, de modernidad. Ser mujer joven y trabajar en esa época requería todo eso, además de un papelito firmado por tu padre o esposo.
Muchas historias que contar
Según se acercaba la fecha de estreno de la serie, más me animaba. La publicidad de Netflix hacía hincapié en todas esas cualidades, no me costaba imaginar las historias de mi madre y sus amigas descritas con los mismos adjetivos.
Me contaba mi madre, por ejemplo, cómo ella y sus compañeras tuvieron que hacer turnos en el hospital para vigilar que una monja no robara los hijos gemelos que otra compañera había tenido con un señor casado. Esta chica del cable, "la gallega", repudiada por su familia, era una de las muchas mujeres que abandonaron sus casas y sus pueblos de origen por decisión de la compañía, algo que potenciaba la unión entre compañeras.
También me contó mi madre que de esa manera hizo su primer viaje, ella y otras compañeras destinadas a formar a chicas nuevas en Menorca durante unas temporada, y que para ellas fue el viaje más divertido de sus vidas.
Mi madre no era una revolucionaria, pero tuvo compañeras que lo fueron, que se levantaron contra un supervisor que se "sobrepasaba" y montaron un gran escándalo.
Mi madre no participó en ningún acontecimiento histórico, pero le tocó quedarse encerrada 24 horas en una centralita durante la muerte Franco.
Mi madre fue una chica normal que vivió una revolución discreta. Que hizo cosas que ahora parecen normales con mucho esfuerzo. Y que finalmente, y en contra de toda lógica de guión, pero dentro de toda la lógica de Amparín, se acabó casando con ese simpático chico vasco que conoció en la cafetería de la sede central, abandonando su trabajo y dedicándose a criar a dos chiquillos.
Pero la ficción de Netflix no cuenta esa historia, aunque a veces lo parezca, aunque la publicidad lo intente, aunque la voz en off del personaje de Blanca Suárez vaya por ese camino, 'Las chicas del cable' no habla de eso.
Bambú y sus guionistas han decidido utilizar ese planteamiento con tantas posibilidades para contarnos otras historias. Historias de folletín, con ladronas profesionales, con amores adolescentes prohibidos, con coroneles malísimos con hijas listísimas. Historias perfectamente válidas, y que tienen gran aceptación entre el público, pero no entran para nada en lo que yo esperaba. Veo retazos en el personaje de Maggie Civantos, veo algo de esas mujeres que conocí en el personaje de Nadia de Santiago, puedo imaginar una jefa de sección cono Ana Polvorosa... Pero hay algo que falla.
Obviamente, lo que falla tiene más que ver con el observador que con lo observado, pero creo que esta serie habría sido una bonita oportunidad para dar ese merecido homenaje a todas esas mujeres de la generación de mi madre, que ni quemaron sujetadores ni se lesionaron con cilicios, ni robaron joyas, ni inventaron el poliamor, ni revolucionarias ni reaccionarias. Mujeres que aprovecharon las oportunidades que les brindaba el cambio que vivía la sociedad y sin saberlo, o sabiéndolo un poco, fueron poniendo los cimientos de todo lo que vendría después.
Hay una disociación entre lo que la excelente campaña de marketing que Netflix ha vendido y lo que la serie es. Eso ha quedado patente en las entrevistas más o menos acertadas que han dado sus protagonistas, donde no han podido articular un discurso medianamente feminista que se adecue a la publicidad de la serie.
Es por eso que yo, cuando paseaba por Madrid y veía la promoción de la serie, no podía dejar de acordarme de mi madre y sus amigas, y es por eso mismo que cuando vi la serie no las encontré por ningún lado.
En mi cabeza las verdaderas chicas del cable eran mucho menos misteriosas y atormentadas que el personaje de Blanca Suárez, tenían historias mucho menos espectaculares que contar, y al mismo tiempo, tenían historias mucho más importantes e interesantes que contar.
Quién sabe si en otra temporada, quién sabe si en otra producción, quién sabe si en otra ocasión, un día contaremos entre todos lo que supusieron estas mujeres para la historia de España. Por ahora, seguiré atesorando la historia de Amparín como algo muy importante en mi memoria, y ojalá algún día en la de más gente.