
La rosa púrpura de París
Sin spoilers
Parece evidente que la hiperactividad creativa de Woody Allen es la más espectacular del cine. Todas las historias que cuenta tienen elementos comunes, generalmente relativos a las relaciones de pareja, los chistes, la inspiración del artista... pero cada una tiene una moraleja distinta. En esta ocasión, Allen abandona su cine europeo de tensión y drama para hacer una película sencilla que te hace soñar de manera creíble.
Gil, un alter ego de Allen, en este caso Owen Wilson (que abandona su personalidad de cómico chulesco para inspirar esa ingenuidad del personaje) es el protagonista. Allen se burla de la "burguesía" americana desde dentro, destacando sus pequeños detalles. Pero esto es solo un adorno más del argumento. Gil es un escritor que se imagina viviendo en la capital francesa de la misma manera que sus ídolos Hemmingway o Fitgerald. Y como por un encantamiento del hada madrina, a las 12 de la noche un coche de otra época le traslada al pasado. Incluso se permite el lujo de establecer una historia de amor imposible entre dos personas de tiempos diferentes. Cuando despiertas de un sueño tan bonito, la realidad te sabe a poco.
Woody Allen se aleja de las grandilocuencias visuales para mostrar su historia, simplemente las campanadas te transportan, y no un agujero de gusano ni nada raro. Por último, así como hizo en La rosa púrpura de El Cairo, no concluye con un happy ending que haga al público llorar de emoción. La realidad es la que es y al final te toca aceptarla: nunca estaremos conformes con lo que tenemos y el pasado lo idealizamos de manera que parezca perfecto.
Sin necesidad de efectos especiales, el genio neoyorquino nos muestra una experiencia surrealista, tan original que "fácilmente" se hizo con el óscar a Mejor Guión, la nominación a Mejor Película, y la admiración de varios críticos (entre ellos el director Quentin Tarantino).
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