Hacen falta más cuentos.

En esta sociedad que nos presiona día a día con una carrera de obstáculos, donde la competitividad pisa a sus anchas la moral de los involuntarios participantes, forzados a jugar por las azarosas ruletas del destino, siempre nos viene bien un cuento de final feliz, o casi feliz, en el que triunfen un puñado de valores ideales, de esos que desde el principio de la Humanidad nos han servido para creer en los demás y en la posibilidad de que estos avatares que nos toca sufrir, acaben por resolverse de forma satisfactoria, o al menos, de alguna manera aceptable para la emoción sincera.

Eso, al menos en mi humilde opinión de amante del cine, es lo que se consigue en esta preciosa película, con reminiscencias de Lovecraft, (me lo ha recordado sin cesar el diseño y la génesis de la criatura), y pinceladas de la clásica historia de amor, que, sin embargo, Guillermo de Toro se atreve a reinventar, modelando a su aire los esquemas típicos de la misma, incluso con guiños a Santiago Segura en el irreverente tono de comedia de algunas escenas locas.

Me encanta la actuación de Sally Hawkin, rebosante de sentimiento con esa perenne aureola que transmite al espectador, que yo ya había experimentado incluso en sus trabajos más simples, como sus apariciones en las películas para niños Paddington y Paddington 2, filmes obligados para mí en mi faceta de abuela, que ejerce como tal llevando a su nieta al cine. Igualmente, borda, al menos para mí, su papel, la siempre chispeante Octavia Spencer, que salpica de detalles graciosos y cotidianos las situaciones de fantasía que nos presenta la historia.

Si me tengo que quedar con algo, elijo el ritmo general de la narración, y el objetivo final de toda la película, básicamente lúdico, sin menoscabo asimismo de ciertos tintes críticos. No me extraña que le hayan concedido tantos premios Óscar.