
Cuando éramos niños...
Sin spoilers
Todos los que vimos allá por 1995 "Toy Story", sentimos su impacto e intuimos el canto de sirenas que se acercaba con la llegada de la nueva tecnología. De repente, una película, la cual, debías explicar a los mayores que no era otra de "dibujitos" sin más, transmitía un universo que era extrapolable a lo logrado por el gran Chaplin. Pixar nunca ha negado el legado dejado por el genio del bombín. El pasado año, "Up", recogía toda la magia de una historia contada muchas veces sin una sola palabra de guión, simplemente conducía al espectador a través de la emoción de sus imágenes; ¿y qué me dicen de "Wall-E", que aúna mímica y sentimientos? Puro Chaplin.
Javier Ortega en su recomendable libro: Chaplin, la sonrisa del vagabundo, atisba en su prólogo la necesidad de seguir enseñando la obra catedralicia de uno de los personajes más importantes del cine del pasado siglo; quejándose justamente que las generaciones actuales lo desconocen casi por completo.
Pixar ha sabido consolidar un sello propio, de calidad insuperable con cada nuevo producto. Ha sentado cátedra en esto del arte del "pixel", dejando a años luz a la competencia; no solo a nivel técnico, sino de historias.
Una compañía que se ha tomado "muy en serio" esto del cine y el humor. Sus aventuras animadas, llenas de color y fantasía, son el alter ego del cine de Chaplin, Keaton, Lloyd...; aquellas aventuras rocambolescas, acrobáticas, en blanco y negro de tipos normales, siguen vivas en el imaginario a través de unos juguetes sencillos, llenos de vida y sobretodo: de un sentido de la amistad y el compañerismo que tocan la fibra de verdad (véase la escena en la que todos los juguetes se cogen de la mano ante una adversidad que no voy a revelar).
Ésos cómicos del cine mudo a 18 fotogramas por segundo, capaces de mover cielo y tierra por encontrar a un ser amado en medio de la desoladora e inhóspita urbe, supervivientes melancólicos y aterrados por la posibilidad del olvido y la soledad, se materializan en unos seres de plástico animados, impulsados por un sentido de la lealtad homérica, cimentados en la pureza de sus gestos, la simplicidad de sus miradas y la carga de humanidad en cada historia.
En Toy Story, el camino del descubrimiento pasaba por el personaje de Buzz, incapaz de aceptar que era un mero juguete; en su segunda parte, el vaquero Woody, es quien debe conocerse a sí mismo, en un universo en el cual todos los demás han aceptado quienes son y cual es su propósito. En esta última aventura, la aceptación radica en el inevitable devenir de la vida y sus cambios: Andy ya no es un niño. Pero no solo atañe a sus juguetes, su madre debe aceptar que se marchará lejos, fuera de casa.
Como en las producciones de Chaplin, Pixar no utiliza la lágrima fácil o el ternurismo banal y acomodaticio, sino una observación y contemplación de las emociones primarias, sentimientos y pulsiones que nos mueven a hacer determinadas cosas. Toy Story 3 es la revelación absoluta de tal estado, cerrando de modo brillante lo comenzado quince años antes. El film es un continuo aprendizaje a la resignación de adaptarse o morir de tristeza, imbuido por uno mismo. Asimilar y confiar en lo que el horizonte de la existencia te ofrece de nuevo (igual que el hombrecillo del bombín, zapatones y bastoncillo). Es un bello homenaje a la infancia, unido a lo que significa dejarla atrás. Por eso, la secuencia en el jardín de la niña, con un plano fabuloso con todos los juguetes agrupados y la mirada final de Andy, merecen una puesta en pie de la platea dando gracias por el viaje.
P.D. ¿Cuántos niños no habrán cerrado la puerta de su cuarto mirando de reojo por si acaso sus juguetes también estaban vivos? Lo que ocurre que siempre lo han estado, ya sabéis donde.
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